Adusta tierra (óleo sobre arpillera)

Aconsejado por los paisanos de la comarca, decidí tomar la variante de la izquierda. El bosque que se abría ante mis ojos me hizo caminar con paso decidido y sereno. La travesía entre acebos, castaños y robles me ofrecía una legendaria atmósfera de verdor y humedad que días atrás se me antojaba casi irrecuperable.

Volví a imaginarme un Caminante de los bosques, un miembro privilegiado de aquella orden superior de peregrinos que, atravesando senderos serpenteantes y sorteando rocas graníticas invadidas de musgo, soñaban con alcanzar, algún día, los grandes santuarios. Volví a recuperar las sensaciones de tan mítico lugar, espacio de la pureza aún no corrompida, anclado en las más bellas ensoñaciones del género humano. Hogar de silenos, ménades y sátiros que se reunían en la oscuridad con el creador del vino sagrado para ejecutar las danzas dionisíacas y alcanzar el tan temido frenesí. Espacio para las pasiones marginales que desafíaban el orden racional apolíneo y el hermetismo institucional de lo heroico. Refugio prístino de la verdad al que los personajes de Shakespeare escapaban en busca de la atenta escucha de sus corazones. Espacio para la canción lírica del poeta, la desobediencia civil del rebelde y las ensoñaciones del paseante solitario.

Pero la deliciosa travesía por el bosque pronto llegó a su fin. La segunda mitad de la jornada estuvo presidida por un llano infinito, bañado por un sol abrasador y dominado por un camino de tierra interminable. El horizonte se presentaba bajo y desalentador. Aquella panorámica inmensa me atravesaba casi con violencia. En la aplastante sobriedad del llano apenas hay tiempo para el lirismo. Solo los corazones de otro tiempo resisten su implacable letanía, adusta y árida. Su sobrecogedora fuerza telúrica me ofrecía un paisaje labrado con fuego, viento e historia. A lo lejos, se erguía un límite esperanzador: «horizontes como serruchos mellados», «montañas de violeta y grisientos breñales», la otrora «Morada de los dioses», «la tierra que ama el santo y el poeta, los buitres y las águilas caudales». Onírico panorama de amarillos tostados y ocres leñosos. «Llanuras bélicas y páramos de asceta / –no fue por estos campos el bíblico jardín–; / son tierras para el águila, un trozo de planeta / por donde cruza errante la sombra de Caín».

Desolador y atrayente al mismo tiempo, aquel lienzo casi monocromo de campos de cereal resultaba monótono hasta la desesperación. Una inabarcable tela de líneas bien definidas y tintas planas, como firmada por Alberto Sánchez o Benjamín Palencia. O un gran Rothko asfixiado por la soledad bicromática de la tierra. Una estampa, en todo caso, de una extraña belleza arrebatadora, que me interperlaba de forma directa, sin contemplaciones, sin circunloquios. Como nacida de las pinceladas agresivas de un pintor luminista, la luz impúdica del mediodía dejaba en evidencia la desnudez del paisaje. Un inmenso dorado trigueño, solo interrumpido por modestos encinares y viñedos rectilíneos.

En aquel boceto de abstracción plástica, mi cuerpo era empujado hacia la composición paisajística que marcaban las suaves dunas redondeadas. Como en estado de trance, mis pies respondían a la cadencia autómata marcada por la luz del sol, la aspereza del terruño y la determinación del viento. Una cadencia que pronto se integró en mis músculos, cuya energía anhelaba las horas últimas del día en alguna posada fresca a la sombra de una higuera. Reactivado por la agresividad ambiental del entorno, todo mi organismo respondió a una sola acción. En aquella polvorienta antítesis del lirismo, solo contaba caminar, avanzar, recorrer la dureza de la inabarcable tela, fundirse en la urdimbre de aquella arpillera ardiente. Me sentía agotado pero fuerte, exhausto pero alegre, extenuado pero libre.

Fue allí, en mitad del llano, donde comprendí (quizá… oh, iluso) la profundidad de caminar, su esencia desnuda, sufriente, física, ascética.

(Inspirado por Campos de Castilla, de A. Machado, e Intemperie, de J. Carrasco).

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