Se ha escrito mucho sobre la circulación del conocimiento. A través de varias manifestaciones y formatos, el saber (de carácter cultural y científico) viaja en el tiempo y en el espacio, y, trastocado, subvertido, devaluado o enriquecido, se transmite de generación en generación. Esta comunicación de la ciencia se produce por varias vías, todas ellas legítimas y, lo que es más importante, con resquicios por donde transformar sus contenidos. Dos de tales vías son los textos y las imágenes, los cuales recogen una cierta condensación de los conocimientos sobre el mundo y hacen posible que lleguen a destinos insospechados. Otro procedimiento son las genealogías intelectuales que, azarosamente o no, se producen en los centros del saber, permitiendo con ello no solo un traspaso del conocimiento, sino también su imbricación con las diferentes subjetividades de los individuos-científicos que permiten tal circulación.
En cambio, parece que se ha hablado poco de la circulación de las relaciones afectivas que, por qué no, hacen posible dicha transmisión del saber. Las coincidencias o desatinos emocionales entre las personas en un mismo espacio geográfico y temporal, y las conexiones que, de una forma u otra, pueden producirse entre ellas, pueden condicionar de manera importante los futuros encuentros con las redes científicas.
La circulación del conocimiento, a través de sus manifestaciones materiales, se puede historiar. Deja huellas de tipo formal y conceptual que los historiadores podemos seguir. La transmisión de las relaciones afectivas, por momentos efímeras, apenas se puede registrar. Dejan al historiador espacio para la imaginación y, en el mejor de los casos, la interpretación. Los grandes relatos de la historia del arte nos enseñan que la pintura de Velázquez sufrió un giro sustancial al entrar en contacto, en la corte de Felipe IV, con la forma de pintar de Rubens. Y de que sus viajes a Italia, en los que pudo conocer las grandes obras de los artistas venecianos, fueron fundamentales para entender su propia pintura. Sin embargo, pocas historias nos pueden hablar sobre las relaciones personales del pintor sevillano en la corte de Madrid, sobre su verdadera relación cotidiana con Rubens, o sobre su círculo italiano de amistades y conocidos. Y, lo que es más importante, sobre los hilos emocionales, las experiencias vivenciales, las redes afectivas y las casualidades cotidianas que pudieron haber contribuido a la realización de los viajes a Madrid y a Italia, y, con ello, al acceso del conocimiento en aquellos «centros del saber».
La circulación de la ciencia y la cultura se examina desde una perspectiva histórica. La transmisión de las querencias, los afectos, las sensibilidades y las emociones que permiten dicha circulación se experimentan en una plano personal. Como historiadores, debemos hacer visible la primera. Como personas, conviene tener siempre presente la segunda.